Por Carlos Castillo Peraza
“A la larga el espíritu termina siempre por vencer a la espada”. La frase es de un especialista en combates, Napoleón, y no falta quien asegure que, al pronunciarla, el tono del genio de la guerra fue claramente nostálgico, tal vez porque finalmente comprendió la impotencia y la derrota finales de la fuerza, más allá de oropeles, cañones, batallas, sables, condecoraciones y desfiles. Al fin y al cabo, el gran corso comprendía lo que un siglo más tarde explicaría Christopher Dawson: que los acontecimientos que han transformado al mundo y cambiado radicalmente el rumbo de la historia humana “tuvieron lugar bajo la superficie de la historia y pasaron inadvertidos”, seguramente porque fueron obra de “hombres insignificantes y desconocidos cuyas palabras y cuyos actos resultaron incomprensibles para la cultura de la época”.
Las reflexiones precedentes vienen al caso después de la lectura de una deslumbrante entrevista concedida por la Madre Teresa de Calcuta al semanario italiano “Il Sabato”. La inquebrantable fragilidad de la religiosa desarmó con su sencillez al reportero, al responder a las preguntas de éste acerca de la paz y de ese mal que ahora llena las páginas de los periódicos, agita las aguas de los congresos médicos y hace correr tinta y reactivos en los laboratorios: el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, conocido como Sida.
En relación con la paz, la religiosa de origen albanés bordó este poema:
“El hombre necesita silencio
El fruto del silencio es la oración.
El fruto de la oración es la fe.
El fruto de la fe es el amor.
El fruto del amor es el servicio
y el fruto del servicio es la paz.
La paz proviene de quien siembra el amor
transformándolo en acción”.
Desde el testimonio de quien ha dedicado su vida a acompañar a morir a los miserables entre los miserables, este silogismo, incomprensible para los profesionales de la diplomacia y los especialistas en violación de pactos -¿no serán los mismos?- podría parecer absolutamente ajeno a las leyes del razonamiento lógico y completamente ayuno de realismo político.
Y, sin embargo, algo en el interior de la conciencia nos dice que el razonamiento de la Madre Teresa es impecable. Que las palabras de paz que fluyen desde las tribunas –enanas o elevadas- de un mundo sometido a la razón del más fuerte y a la astucia del más pícaro carecen del arraigo y de la veracidad que tienen las frases de la religiosa. Que el ruido aturdidor de los discursos debe parar y que una cura de silencio sería más provechosa que tantas falsas terapias estrepitosas. Que no puede ser cierto el discurso de la paz cimentado en arsenales y polvorines, en mentiras tácticas y en diálogos falsos, pacifismos mañosos y maquiavelismo.
A la larga ¿generará más paz la acción de Contadora o la reunión de Esquipulas que el callado amor trasformado en obras de un puñado de hombres y mujeres que arriesgan la vida, sin más propósito que el de vivir la fe que profesan? ¿Quiénes son, en definitiva, los señores de la historia? ¿Los “estadistas afortunados” y los “revolucionarios triunfadores” o los “hombres espirituales a los que el mundo no conoce, agentes invisibles de la acción creadora del espíritu”? ¿Donde es más hombre el hombre? ¿En los fastuosos pasillos y salones de las conferencias de paz o en los humildes “morideros” de Calcuta?
En cuanto al Sida, la Madre Teresa dijo al periodista que la entrevistara en Roma: “Es consecuencia del desajuste moral y un llamado de Dios al hombre para que éste cambie de camino, sí, pero también nos ayuda –porque es algo que nos puede suceder a todos- a perdonar más ampliamente. Por medio de este mal –que ocasiona sufrimientos terribles- Dios nos muestra que necesitamos pureza de corazón y vivir de acuerdo con el diseño con que fuimos creados… Aunque la enfermedad es espantosa, su misma dimensión nos habla de la misericordia de Dios y de su perdón. Yo he visto cambiar radicalmente la vida de hombres que, después de dedicarse completamente al pecado, mueren compartiendo con Jesús sus horribles dolores…”
Una vez más, una mujer pone al mundo ante la única forma de hacer frente al sufrimiento en el mundo. Por una parte, es preciso hacer todo lo que esté al propio alcance –social, económica, política, apostólicamente- para hacer bien a los que sufren. Este es el aspecto visible de lo que la enseñanza cristiana ha llamado desde los tiempos de sus orígenes las “obras de misericordia corporales”: dar de comer al hambriento, de beber al sediento, posada al peregrino, vestido al desnudo, compañía al enfermo y al preso, sepultura a los muertos…. Es el ámbito del amor que se hace acción, a veces sencilla y en ocasiones heroica.
Pero no terminan ahí las posibilidades ni los deberes de quienes compartimos el credo de Teresa de Calcuta. La raíz de la paz es doble: el hacer bien al que sufre debe completarse- como lo ha escrito luminosamente el Papa Juan Pablo II- con otro hacer más hondo y radical: “hacer el bien con el sufrimiento, es decir, vincularlo al dolor que redime, darle sentido como “materia prima de salvación”, según la feliz expresión de Michel Quoist. El señorío del espíritu sobre la espada no se logra sólo con la acción caritativa. Hay que ir más allá, a la dimensión sacerdotal del bautismo que, en un pequeño libro recientemente editado, explica el R.P. Ricardo Zimbrón Levy.
Y esto puede ser aún más incomprensible, pero incomparablemente más fecundo.
Publicado en "El Diario de Yucatán" el 22 de julio de 1987.
http://www.youtube.com/watch?v=iDp1tY7U8_M
1 comentario:
Jorge :
Que gran cosa, poder escuchar a la madre Teresa con toda su sabiduría y sencillez, sólo puedo decirte gracias por publicar esto que cimbra, mueve y compromete a ser congruente.
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